Esto es el principio de un sueño. De mi sueño de libros y libertad. Este Ángel que me sigue, tan terrenal, tan cercano, velará para que se realice. No dejará que me pierda en el marasmo de las cosas sin valor, en la nada de la memoria perdida. Vigilará para que nada me distraiga ni me confunda, para que no abandone ni mis ilusiones de niña, ni mis utopías adolescentes. Esto es el principio de mi sueño y mi futuro.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Veinte canciones de amor y una canción desesperada. Pablo Neruda.


Pablo Neruda, chileno, comunista, genial. Él, que tuvo tanto que ver en el nombre mi hermano, hasta ahí está imbricado en mi vida. Él que representó todo lo que yo admiro, que fue el mejor, la mejor voz, la mejor cabeza, el mejor corazón.
Poco que decir de él y de este libro. De él, sentir que se fuese viendo el monstruo que comenzaba a devorar su país. Del libro, no creo que nadie pueda sentirse ajeno a tal derroche de lirismo. Publicado cuando era muy joven, el homenaje no es para ninguna mujer particular, el amor es lo importante, lo sublime, lo deseable.
Os dejo con el último poema, el número 20, tendréis otros diecinueve y una canción final para disfrutar. A ello, pues.

" Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento parra tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo."



martes, 16 de noviembre de 2010

Pantaleón y las visitadoras. Mario Vargas Llosa.


Otro clásico, como Gabo, en cuanto a calidad literaria.
Tampoco necesitará presentación el autor de este libro. Amado y odiado con la misma intensidad. Escritor con ínfulas políticas en el peor sentido de la palabra. Precisamente por estas aficiones dejé de leerle durante mucho tiempo: craso error en el que juré no volver a caer. Es un escritor soberbio. Maneja el lenguaje a su antojo y, afortunadamente, siempre con una precisión admirable. Es imaginativo, locuaz, transgresor, ... Como veis, rendida me tiene su forma de escribir. Cuando me equivoco sé reconocerlo y justo es reconocer un talento como el suyo.
No obstante, mi admiración se queda en el aspecto literario, pues ni siquiera puedo soportar su voz cuando le entrevistan, ni sus opiniones políticas, en las antípodas de las mías.
En este caso y a pesar de sus posiciones personales, Vargas Llosa nos sitúa ante la hipocresía de una sociedad bienpensante, que intenta ocultar, que intenta tapar los instintos, que no acepta el sexo como necesidad, como disfrute, que desprecia y estigmatiza a las prostitutas, pero que las utiliza.
La trama gira entorno a Pantaleón Pantoja, un militar de conducta y moral irreprochables, al que sus superiores encargan la tarea de organizar un prostíbulo ambulante que "atienda" a los soldados destinados en lugares donde no hay mujeres.
La paradoja que supone que semejante encargo deba realizarlo un personaje de las características de Pantoja, es la primera de las hilarantes situaciones que se suceden a lo largo de todo el libro: la meticulosidad del Capitán en el desempeño de su encargo choca con el encargo en si mismo, con la personalidad de las prostitutas y del mundo que rodea a éstas.
Todo el libro esta atravesado por una fina ironia, poniendo ante el espejo permanentemente las convicciones del que lee.
Relamente tiene pasajes de auténtica carcajada. Aquí os dejo una muestra. Disfrutadlo.

"...—Si usted lo prefiere, puedo pedir hoy mismo mi traslado—palidece el capitán Pantoja—. Para demostrarle que no tengo ningún interés en el Servicio de Visitadoras.
—Vaya eufemismo que se han buscado los genios—taconea de espaldas, mirando el río que destella, las cabañas, la llanura de árboles el padre Beltrán—. Visitadoras, visitadoras.


—Nada de traslados, me mandarían otro intendente en una semana —vuelve a sentarse, a ventilarse, a enjugarse la calva el general Scavino—. De usted depende que esto no perjudique al Ejército. Tiene sobre los hombros una responsabilidad del tamaño de un volcán.


—Puede dormir tranquilo, mi general—endurece el cuerpo, echa atrás los hombros, mira al frente el capitán Pantoja—. El Ejército es lo que más respeto y quiero en la vida.


—La mejor manera que tiene ahora de servirlo, es manteniéndose alejado de él —suaviza el tono y ensaya una expresión amable el general Scavino—. Mientras esté al mando de ese Servicio, al menos.


—¿Perdón?—pestañea el capitán Pantoja—. ¿Cómo dice?


—No quiero que ponga los pies jamás en la Comandancia ni en los cuarteles de Iquitos—expone a las aspas zumbantes e invisibles la palma, el dorso de las manos el general Scavino—. Queda exceptuado de asistir a todos los actos oficiales, desfiles, tedéums. También de llevar uniforme. Vestirá únicamente de civil.


—¿Debo venir de paisano incluso a mi trabajo?—sigue pestañeando el capitán Pantoja.


—Su trabajo va a estar muy lejos de la Comandancia—lo observa con recelo, con consternación, con piedad el general Scavino—. No sea ingenuo, hombre. ¿Se le ocurre que le podría abrir una oficina aquí, para el tráfico que va a organizar? Le he afectado un depósito en las afueras de Iquitos, a orillas del río. Vaya siempre de paisano. Nadie debe enterarse que ese lugar tiene la menor vinculación con el Ejército. ¿Comprendido?


—Sí, mi general—sube y baja la cabeza el boquiabierto capitán Pantoja—. Sólo que, en fin, no me esperaba una cosa así. Va a ser, no sé, como cambiar de personalidad.


—Haga de cuenta que lo han destacado al Servicio de Inteligencia—abandona la ventana, se le acerca, le concede una sonrisa benevolente el comandante Beltrán—que su vida depende de su capacidad de pasar desapercibido.


—Trataré de adaptarme, mi general—balbucea el capitán Pantoja.


—Tampoco conviene que viva en la Villa Militar, así que búsquese una casita en la ciudad—desliza el pañuelo por sus cejas, orejas, labios y nariz el general Scavino—. Y le ruego que no tenga relación con los oficiales.


—¿Quiere decir relación amistosa, mi general?—se atora el capitán Pantoja.


—No va a ser amorosa—ríe o ronca o tose el padre Beltrán.


—Ya sé que es duro, le va a costar—asiente con amabilidad el general Scavino—. Pero no hay otra fórmula, Pantoja. Su misión lo pondrá en contacto con toda la ralea de la Amazonía. La única manera de evitar que eso rebote sobre la institución, es sacrificándose usted mismo.


—En resumidas cuentas, debo ocultar mi condición de oficial—divisa a lo lejos un niño desnudo que trepa a un árbol, una garza rosada y coja, un horizonte de matorrales que llamean el capitán Pantoja—. Vestir como un civil, juntarme con civiles, trabajar como civil.




—Pero pensar siempre como militar—da un golpecito en la mesa el general Scavino—. He designado un teniente para que nos sirva de enlace. Se verán una vez por semana y a través de él me rendirá cuenta de sus actividades.


—No se preocupe lo mas mínimo: seré una tumba—empuña el vaso de cerveza y dice salud el teniente Bacacorzo—. Estoy al tanto de todo, mi capitán. ¿Le parece bien que nos veamos los martes? He pensado que el punto de reunión fueran siempre barcitos, bulines. Ahora tendrá que frecuentar mucho estos ambientes ¿no?"

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez.



Vuelvo a Gabo, en realidad vuelvo continuamente, cada cierto tiempo necesito releer algo suyo. Parece que me tranquiliza saber que no he soñado tanta belleza.
Hoy también es una obra muy conocida, aunque para la mayoría lo sea por la película y no por el libro mismo. Particularmente no he visto la película, por una cuestión de principios: si me gusta el libro, no voy al cine, porque mis personajes ya tienen cara y los paisajes, los colores y el olor que yo he trabajado, todo lo que no sea eso, me perturba, me parece ver otra obra, que normalmente, no me gusta.
Me sorprende siempre la mezquindad del personaje Florentino Ariza: es absolutamente egoísta, supongo que por ello es capaz de amar absolutamente. No permite nunca que algo se interponga entre él y su objetivo de lograr a su amor primero. Para ello pisa y destroza a cuanta mujer se cruza en su camino si no resultan lo suficientemente fuertes para resistir la lucha.
Son también, como en otras obras de él, personajes femeninos, las más fuertes, las más libres, las más decididas: frente a hombres pequeños, acobardados, aparecen mujeres sin prejuicios, sin ataduras, llevando el peso de sus vidas y las de ellos.
Vuelve a ser difícil elegir un fragmento porque los hay realmente gloriosos, pasajes del realismo mas mágico que se haya escrito. El que he escogido podría haber sido cualquier otro, es un libro absolutamente delicioso, con descripciones y diálogos envolventes. Disfrutadlo, como siempre.

"...Florentino Ariza era muy dado a los encantos de la desnudez, y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan pronto como cerraba la puerta, sin darle tiempo si quiera de saludarla, ni de quitarse el sombrero ni los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, y soltándole los botones de abajo hacia arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso, luego la hebilla del cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala, le quitaba las botas, le tiraba los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los calzoncillos largos hasta los tobillos, y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual: soltaba el reloj de leontina del ojal del chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución, siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.

 
No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada, ya fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, y sólo de vez en cuando en la cama. Se le metía debajo, y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de sí misma, tanteando con los ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa, intentando otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre, preguntándose y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “me tratas como si fuera uno más”. Ella soltaba una risa de hembra libre,. Y decía:”al contrario: como si fueras uno menos!”. Pues él se quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una voracidad mezquina, y se le revolvía el orgullo y salía de la casa con la determinación de no volver. Pero de pronto, despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le revelaba como lo que él era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar."