Esto es el principio de un sueño. De mi sueño de libros y libertad. Este Ángel que me sigue, tan terrenal, tan cercano, velará para que se realice. No dejará que me pierda en el marasmo de las cosas sin valor, en la nada de la memoria perdida. Vigilará para que nada me distraiga ni me confunda, para que no abandone ni mis ilusiones de niña, ni mis utopías adolescentes. Esto es el principio de mi sueño y mi futuro.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez.



Vuelvo a Gabo, en realidad vuelvo continuamente, cada cierto tiempo necesito releer algo suyo. Parece que me tranquiliza saber que no he soñado tanta belleza.
Hoy también es una obra muy conocida, aunque para la mayoría lo sea por la película y no por el libro mismo. Particularmente no he visto la película, por una cuestión de principios: si me gusta el libro, no voy al cine, porque mis personajes ya tienen cara y los paisajes, los colores y el olor que yo he trabajado, todo lo que no sea eso, me perturba, me parece ver otra obra, que normalmente, no me gusta.
Me sorprende siempre la mezquindad del personaje Florentino Ariza: es absolutamente egoísta, supongo que por ello es capaz de amar absolutamente. No permite nunca que algo se interponga entre él y su objetivo de lograr a su amor primero. Para ello pisa y destroza a cuanta mujer se cruza en su camino si no resultan lo suficientemente fuertes para resistir la lucha.
Son también, como en otras obras de él, personajes femeninos, las más fuertes, las más libres, las más decididas: frente a hombres pequeños, acobardados, aparecen mujeres sin prejuicios, sin ataduras, llevando el peso de sus vidas y las de ellos.
Vuelve a ser difícil elegir un fragmento porque los hay realmente gloriosos, pasajes del realismo mas mágico que se haya escrito. El que he escogido podría haber sido cualquier otro, es un libro absolutamente delicioso, con descripciones y diálogos envolventes. Disfrutadlo, como siempre.

"...Florentino Ariza era muy dado a los encantos de la desnudez, y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan pronto como cerraba la puerta, sin darle tiempo si quiera de saludarla, ni de quitarse el sombrero ni los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, y soltándole los botones de abajo hacia arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso, luego la hebilla del cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala, le quitaba las botas, le tiraba los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los calzoncillos largos hasta los tobillos, y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual: soltaba el reloj de leontina del ojal del chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución, siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.

 
No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada, ya fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, y sólo de vez en cuando en la cama. Se le metía debajo, y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de sí misma, tanteando con los ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa, intentando otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre, preguntándose y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “me tratas como si fuera uno más”. Ella soltaba una risa de hembra libre,. Y decía:”al contrario: como si fueras uno menos!”. Pues él se quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una voracidad mezquina, y se le revolvía el orgullo y salía de la casa con la determinación de no volver. Pero de pronto, despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le revelaba como lo que él era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar."

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