Esto es el principio de un sueño. De mi sueño de libros y libertad. Este Ángel que me sigue, tan terrenal, tan cercano, velará para que se realice. No dejará que me pierda en el marasmo de las cosas sin valor, en la nada de la memoria perdida. Vigilará para que nada me distraiga ni me confunda, para que no abandone ni mis ilusiones de niña, ni mis utopías adolescentes. Esto es el principio de mi sueño y mi futuro.

martes, 16 de marzo de 2010

La mujer habitada. Gioconda Belli.



Gioconda Belli es una autora nicaragüense. Encontraréis, casi siempre su definición como poetisa, porque gran parte de su obra es poética, pero este libro es, para mi, su mejor obra.

Su compromiso con la Nicaragua sandinista, tiene fiel reflejo en este libro. Es curioso el paralelismo que establece entre las vivencias de Lavinia, la protagonista, una muchacha hija de una familia de clase alta, con formación universitaria, educada en Europa, que vuelve a su país para dedicarse a construir hermosas casas para la gente de su clase y una indígena, Itzá, luchadora con su pueblo contra los primeros españoles que invadieron su tierra, reencarnada en un naranjo del patio de la casa de Lavinia. El proceso que sufre Lavinia, su despertar político, el estreno de sus ideales, narrado con la voz de una mujer que ya combatió, que ya sufrió un proceso similar muchos años antes, como una prolongación.

Es, por otra parte, una reivindicación hermosa de la libertad de la mujer para vivir, para sentir, para ser como quiera, rompiendo convencionalismos, navegando por encima de los prejucios y de los corsés de tiempos y clases.

Aunque es una obra en prosa, la voz de Itzá es pura poesía: su ingenuidad, su dulzura, su grandeza. Valiente, guerrera, madre primigenia, fundamental y primitiva. Se apodera de Lavinia, la habita, la inunda hasta no poder distinguir un comienzo y un final de una y otra.

Disfrutad de su lectura, no podréis hacer otra cosa, seguro.

Aquí está el fragmento que seguro os apasionará. Es la voz de Itzá la que narra.

" Después de varios meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres, enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde donde nunca regresaban. A los guerreros capturados se les sometía a los más crueles suplicios; los despedazaban los perros o morían descuartizados por los caballos. Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad resignados para siempre a la suerte de los esclavos. Los españoles quemaron nuestros templos: hicieron los códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia. Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las faldas de los volcanes. Allí recorríamos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar, preparábamos lanzas, fabricábamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de nuevo al combate.
Yo recibí noticias de las mujeres de Tegucigalpa. Habían decidido no acostarse más con sus hombres. No querían parirle esclavos a los españoles. Aquella noche era la luna llena, noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince. Regresó de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acercó y después de comer acarició el costado de mi cadera. Vi sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera. Quité su mano de mi costado y me resbalé más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me beso sabiendo como sus besos eran pulque jugoso en mis labios: me emborrachaban. Lo besé. En mi surgían imágenes: agua de los estanques, tiernas escenas, sueños de más de una noche, un niño guerrero, rebelde, inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los dos, que fuera un injerto de los dos, cargando las mas dulces miradas de ambos. Me aparté de que sus labios me vencieran. Dije: No, Yarince, no. Y luego dije no de nuevo y dije lo de las mujeres de Tegucigalpa, de mi tribu: no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los barcos, hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros. Me miró con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miró y fue saliendo de la cueva, mirándome cual si hubiera visto una aparición terrible. Luego la ramas de la hoguera, muriéndose encendidas. Más tarde escuché los aullidos de lobo de mi hombre. Y más tarde aún, regresó arañado de espinas. Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un pesado rebozo de tristeza. Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas. Cómo me duele la tierra de las raíces solo de recordarlo! No sé si llueve o lloro? "

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